Los aranceles de Trump: el arte de la antipolítica

Pedro Fernández Hernández, profesor de Filosofía Política y Ética en los Negocios del IEB.

El concepto de la antipolítica no es ni mucho menos reciente. Según Pierre Rosanvallon (2006), la antipolítica nace del «desencanto democrático» como consecuencia de una crisis de representación que se traduce en la percepción de la política institucional como ajena, ineficaz y corrupta. Para el politólogo argentino Emilio de Ípola (1997), la antipolítica no es simplemente el rechazo de los políticos, sino la deslegitimación del espacio político como tal, sustituido por una lógica de lo inmediato, lo emocional y lo personalizado.

Donald Trump se ha erigido en la actualidad como la principal figura de la antipolítica. Así lo ha venido demostrando en su acción política continuada. La imposición de aranceles comerciales a nivel global y de forma unilateral con abuso de posición dominante, la retórica anti-establishment, el desprecio a las opiniones políticas discrepantes, o la apelación directa al «pueblo» sin mediaciones institucionales -en palabras del propio Trump «sólo yo puedo arreglarlo» (Convención Nacional Republicana, 2016)- son algunos buenos ejemplos.

A esta misma conclusión también se puede llegar desde un análisis de la tradición filosófica y politológica más relevante. Sócrates enunció la política como una actividad que requería sabiduría, autoconocimiento y compromiso con la verdad. En contraste, el sofista —figura central de su crítica— utilizaba el lenguaje para persuadir sin apego a la verdad o al bien común.

Trump encarna esta figura sofística. Su uso de la mentira deliberada —documentado por el Fact Checker del Washington Post, que le ha llegado a atribuir más de 30.000 afirmaciones falsas o engañosas— pone en evidencia su desprecio por el principio de veracidad, pilar fundamental del contrato político moderno. Como advierte Bernard Manin (1997), la representación política depende de la confianza, y esta sólo puede sostenerse si existe una mínima correspondencia entre palabra y hechos.

Platón, otro autor clásico de referencia en la filosofía política, teorizó sobre la transformación de los regímenes políticos. En La República señaló que la democracia puede degenerar en tiranía cuando el deseo de libertad sin límites conduce al desorden y a la aparición de un líder carismático que promete orden a cambio de obediencia. Este líder, según Platón, se apoya en los sectores más insatisfechos de la sociedad, explota sus miedos y resentimientos, y acaba destruyendo las instituciones democráticas desde dentro.

Este patrón es perfectamente aplicable al fenómeno Trump. Tal como ha mostrado Steven Levitsky en How Democracies Die (2018), Trump ataca las normas fundamentales de la democracia liberal: el respeto por la legitimidad del adversario, el rechazo a la violencia política, y la aceptación de los resultados electorales. El mejor ejemplo de ello fue su negativa a reconocer la victoria de Joe Biden en 2020 y la posterior incitación al asalto del Capitolio.

Jean-Jacques Rousseau, un referente en la teoría del contrato social, sostenía que la soberanía popular debía expresarse como voluntad general, es decir, como expresión del interés colectivo por encima de los intereses particulares. Trump, en cambio, ha gobernado según una lógica tribal: «nosotros» contra «ellos». Ha construido una comunidad política excluyente basada en identidades rígidas, donde sólo aquellos que lo apoyan son considerados «verdaderos americanos». Y ha llevado esta lógica hasta el extremo de caracterizar sistemáticamente a sus adversarios como traidores, enemigos internos o fake news.

Más reciente, Hannah Arendt, en Verdad y mentira en política (1967), advertía que los regímenes autoritarios comienzan por vaciar el concepto de verdad y convertir el lenguaje en un instrumento de manipulación. Para Arendt, la mentira deliberada y sostenida en el tiempo tiene el poder de desorientar al ciudadano, destruir su capacidad de juicio y convertirlo en sujeto pasivo de la propaganda.

Trump se ha caracterizado por un desprecio sistemático de la verdad fáctica en el contexto de la pandemia por covid-19, minimizando los riesgos del virus, difundiendo teorías conspirativas y deslegitimando la ciencia médica. Según el politólogo Timothy Snyder (2021), este tipo de liderazgo produce lo que él llama autoritarismo posmoderno, donde no hay hechos, sólo versiones convenientes de la realidad. En ese entorno, la deliberación democrática se vuelve imposible.

Como conclusión puede señalarse que Trump no es simplemente un presidente polémico o un líder disruptivo. Representa una mutación profunda de la lógica democrática. Encarna los peligros descritos por los principales filósofos de la historia: el sofista socrático, el demagogo platónico, el populista rousseauniano y el mentiroso arendtiano. La antipolítica se manifiesta en un estilo que conlleva la disolución de las formas institucionales y normativas de la vida pública. La decisión de Trump de romper las reglas de juego del comercio internacional validadas por anteriores presidentes norteamericanos, abriendo una guerra arancelaria global, sin opción a una negociación previa y sin pensar en el sufrimiento que tal decisión pueda ocasionar en los millones de personas de países no desarrollados y por tanto más débiles, es el mejor ejemplo de esta tesis.

Frente a ello, la respuesta no puede ser simplemente técnica o electoral, sino profundamente cultural y filosófica: hay que recuperar el valor social de la política como deliberación, como espacio de construcción común, y como ejercicio de la responsabilidad moral frente a lo colectivo.

Tribuna publicada en El Economista.