Por Emilio Rubio Domingo, profesor de Derecho Administrativo del IEB.
Desde que Francisco de Vitoria acuñara el concepto de ius communicationis en su “Relectio de Indis” en el siglo XVI, numerosos pensadores han abordado la importancia de la comunicación como vehículo para compartir ideas y transmitir la verdad. Este derecho (y a la vez deber) adquiere una especial relevancia en el marco de las sociedades democráticas. En ellas es determinante que exista un debate público de calidad que permita la crítica al poder y el contraste de informaciones y opiniones que posibilite a los ciudadanos formar y contrastar sus propios criterios y convicciones.
El Gobierno de España, con ocasión del impulso del “Plan de Acción por la Democracia”, anunció el pasado mes de septiembre de 2024 una serie de reformas para “fortalecer la transparencia, pluralidad y responsabilidad de nuestro ecosistema informativo”, incluyendo medidas legislativas para proteger a los periodistas de acosos externos y garantizar su secreto profesional. Ello en línea con dos recientes normas de la Unión Europea, el Reglamento por el que se establece un marco común para los servicios de medios de comunicación en el mercado interior y la Directiva relativa a la protección de las personas que se implican en la participación pública frente a pretensiones manifiestamente infundadas o acciones judiciales abusivas, ambas de este mismo año 2024.
Si las reformas en curso llegan a buen puerto, las leyes que se aprueben pasarán a engrosar este grupo normativo abigarrado y fragmentario, añadiendo vino nuevo en odres viejos o un remiendo a un vestido anticuado, en franca contravención del sabio consejo evangélico en contrario.
Esta iniciativa supone una magnífica ocasión para recordar (y denunciar) el carácter anticuado y disperso de la regulación del sector periodístico en nuestro país. Su norma de cabecera sigue siendo la vetusta Ley de Prensa e Imprenta de 1966, parcialmente derogada en muchos puntos y con otros preceptos cuya vigencia y aplicabilidad es cuestionable, lo que también sucede con el texto refundido del Estatuto de la Profesión Periodística de 1967. Existen otras normas dispersas entre las propias de la comunicación por radio y televisión. También han de tenerse en cuenta las leyes orgánicas 1/1982 de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, 2/1984 reguladora del derecho de rectificación y 2/1997 reguladora de la cláusula de conciencia de los profesionales de la información. En cambio, en el ámbito del Derecho Laboral, los profesionales del periodismo y la comunicación no cuentan con normas especiales más allá de los correspondientes convenios colectivos.
Si las reformas en curso llegan a buen puerto, las leyes que se aprueben pasarán a engrosar este grupo normativo abigarrado y fragmentario, añadiendo vino nuevo en odres viejos o un remiendo a un vestido anticuado, en franca contravención del sabio consejo evangélico en contrario.
En los últimos veinte años se han planteado cambios más ambiciosos y una renovación de la regulación del sector por parte de diversos grupos parlamentarios, organizaciones sindicales y asociaciones de profesionales. La última iniciativa, una moción presentada por Ciudadanos en 2021 en el Congreso de los Diputados, acabó diluyéndose en la nada en la que parecen destinadas a naufragar la mayoría de reformas con visión a largo plazo y sentido de Estado que se proponen para el país.
Numerosas voces vienen advirtiendo sobre la decadencia y crisis del periodismo en un contexto de cambios en el consumo de contenidos, desconfianza en los medios convencionales, pérdida de calidad y precarización de la profesión periodística.
No creo que el legislador, como operando con una varita mágica, pueda con tres palabras en el BOE arreglar los problemas de fondo que afectan a los ciudadanos y a este sector en particular. Sin embargo, la desidia de nuestros representantes políticos y el escaso interés que mostramos sus representados, son expresivos de lo poco en serio que nos venimos tomado como sociedad una cuestión tan crucial y en la que se aprecian tantas dificultades agravadas por las deficiencias regulatorias antes apuntadas.
Numerosas voces vienen advirtiendo sobre la decadencia y crisis del periodismo en un contexto de cambios en el consumo de contenidos, desconfianza en los medios convencionales, pérdida de calidad y precarización de la profesión periodística.
Quizá el primer paso podría ser, igual que se ha hecho con el llamado “Estatuto del Artista” (término que engloba diversas medidas en materia laboral, tributaria y de Seguridad Social recogidas fundamentalmente en el Real Decreto-ley 1/2023 de medidas urgentes en materia de incentivos a la contratación laboral y mejora de la protección social de las personas artistas), adoptar cambios que permitan hacer más atractiva y menos precaria la profesión y revertir la fuga de talento e ilusión de periodistas con verdadera vocación, que huyen espantados de turnos interminables y escasos incentivos para mantenerse en trabajos mal retribuidos con los que no pueden aspirar a emprender sus proyectos de vida personales y familiares salvo en muy contadas ocasiones.
En esta línea, una opción digna de estudio podría ser la inclusión de una nueva relación laboral de carácter especial en el artículo 2 del Estatuto de los Trabajadores, con una regulación acorde a las necesidades y especificidades del sector y que tenga en cuenta su relevancia para la sociedad. Así sucede con otros profesionales como los deportistas, los artistas, los abogados o los especialistas en Ciencias de la Salud.
Siendo realistas, seguramente tengamos que esperar muchos años para que se planteen cambios de calado y normas que reviertan la situación y actualicen el estatuto del periodista profesional. Mientras tanto, y con nuestra aquiescencia, nuestros representantes de uno y otro signo seguirán embarrados en el lodazal de la política del fango, pobremente disimulado con algunas medidas cosméticas y el anuncio, a bombo y platillo, de la aprobación de normas que se presentan como novedades para regenerar la democracia que, en realidad, en la mayoría de los casos, no surgen de iniciativas internas, sino que son exigencia de la Unión Europea.
Y así seguiremos, sin rumbo ni “línea editorial” propios, poniendo parches y dando bandazos, sin enfrentar con visión y seriedad problemas y desafíos en los que hay tanto en juego.
Francisco de Vitoria sin duda lamentaría el maltrecho estado en que se encuentra este ius communicationis que mantienen a flote los profesionales valientes que, a pesar de las dificultades, permanecen fieles a su vocación de comunicar hechos y opiniones con honestidad y rigor. Sea este artículo una expresión de reconocimiento agradecido hacia ellos.
Tribuna publicada en ElDerecho.com.
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