Por Ana Guzmán Quintana, directora de Inversiones y de Impacto de Portocolom AV y profesora de IEB.
Durante los últimos años hemos visto cómo la inversión ligada a la sostenibilidad ha despertado un interés entre los inversores sin precedentes, aspecto que se ha acentuado a raíz de la pandemia que todavía estamos viviendo. El año 2020, además de por las consecuencias de la crisis sanitaria vivida, pasará a la historia de los mercados financieros como uno de los que registraron mayores pérdidas en el conjunto de índices bursátiles desde que se tienen datos.
Sin embargo, fue un año récord para los fondos relacionados con la inversión responsable tanto por el volumen en flujos, como de rentabilidad y lanzamiento de fondos. Y el año 2021, pese a que ha comenzado con datos algo menos atractivos en cuanto a rentabilidad, sigue caracterizado por las entradas masivas en fondos de inversión que tienen en cuenta criterios medio ambientales, sociales, o de gobierno, con 120.000 mn de euros de nuevo dinero y el lanzamiento de 111 nuevos fondos, superando con creces los números de la inversión tradicional.
La demanda de los clientes y la mayor concienciación por parte de los inversores está siendo respaldada por una legislación que establecerá un marco de entendimiento común y que hará que las empresas tengan una hoja de ruta para llevar a cabo un proceso de transformación de sus modelos de negocio hacia otros más sostenibles. Pero como movimiento de tal magnitud y rapidez de implementación no está exento de riesgos: hemos pasado de no prestar apenas atención a factores extra financieros como el consumo de plástico, la emisión de gases de efecto invernadero o la calidad de los productos; a someter a las empresas a un escrutinio sin precedentes.
Para que esta mayor concienciación cumpla con la esencia de la sostenibilidad (garantizar las necesidades actuales, pero sin poner en peligro las capacidades futuras) necesitaríamos ser conscientes de que llevar a cabo una transformación del modelo de negocio implica un cambio cultural, de procesos, maquinaria, empleados, etc., lo que a su vez requiere tiempo e inversión.
En este sentido, no podemos pensar que este cambio no va a llevar aparejado un coste para las empresas, una posible revisión de los precios, disminución de dividendos, o un comportamiento bursátil algo peor que los comparables en el corto plazo. El hecho de que el consejero delegado de Danone haya sido destituido por el peor comportamiento bursátil relativo frente a sus comparables durante el COVID es un ejemplo: una empresa del sector de alimentación que está reportando beneficios por acción ajustados por huella de carbono porque es consciente de la resiliencia del sector agrícola a largo plazo, parece que es una empresa que está llevando a cabo cambios muy alineados con la sostenibilidad. Pero necesita tiempo y habrá momentos en que el precio de la acción sufrirá.
El sector de la gestión patrimonial está dando pasos muy importantes para posicionarse en la carrera de la sostenibilidad: en diciembre del año pasado se constituyó la iniciativa “Net Zero Asset Managers”, paraguas bajo el cual las gestoras de inversión se adhieren al compromiso de reducción de emisiones en 2030 y ser neutras en emisiones en 2050. En tan sólo cinco meses 87 gestoras, con un volumen gestionado de 37 Tn USD (40% del volumen mundial) se han adherido a la iniciativa.
Es muy positivo porque sólo bajo presión podremos lograr la descarbonización del 11,7% anual que se requiere para alcanzar tan loable objetivo. Pero necesitamos pararnos a pensar y ver si el universo de inversión, es decir, las compañías en las que estamos invirtiendo, van a ser capaces de hacer ese camino con la misma rapidez, a riesgo de caer en el fenómeno conocido como Greenwashing porque nuevamente, se necesita tiempo (e inversión).
De las diez mayores compañías americanas por capitalización bursátil, tan sólo cinco han anunciado su compromiso de cero emisiones en carbono. Las otras cinco, han manifestado intenciones (no compromisos) en reducción de Scope 1 y 2, pero no en el 3 (este último engloba las emisiones de toda la cadena de valor, desde los insumos que utiliza para sus actividades hasta el consumo generado como consecuencia de la utilización de los productos). De las compañías aglutinadas en la iniciativa Climate 100+, que abarca las empresas con mayores emisiones de gases invernadero del mundo, el 43% tiene un compromiso de emisiones cero, pero sólo el 10% considera el Scope 3.
A nivel países, el equivalente a la mitad del PIB mundial ha puesto de manifiesto objetivos concretos para lograr la descarbonización en forma de multas, subvenciones, reformas fiscales, transparencia en el reporte, etc. Pero no es suficiente: se estima que se necesitan entre 1 y 2Tn USD anuales de inversión en nueva tecnología para poder lograr la descarbonización. Si los gestores de activos no ayudan a las empresas a innovar, difícilmente lograrán la teórica descarbonización.
Otro de los aspectos que juegan un papel clave es el análisis de los datos proporcionados por las compañías: gracias a la analítica de datos ya no sólo podemos procesar grandes cantidades de datos, sino que podemos cotejar la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, y, además, podemos medir el alcance y la profundidad de las acciones, tanto positivas como negativas, de las empresas y el grado de evolución. Este es un aspecto muy positivo, pero donde todavía queda gran camino por recorrer: a falta de una obligatoriedad en el reporte de información no financiera, no todas las empresas reportan ni el mismo número, ni con la misma periodicidad ni en el mismo formato los datos que permiten medir su evolución y su posicionamiento en aspectos no financieros. Esto hace que el trabajo de limpieza de los datos y homogeneización sea costoso.
Además, a falta de un terreno de juego común donde todos entendamos de la misma manera los conceptos asociados con la sostenibilidad, la correlación entre las puntuaciones otorgadas por las empresas de rating es muy baja, apenas del 46%, lo que genera incertidumbre. Y al igual que tenemos un deber fiduciario con nuestros clientes a la hora de buscarles las inversiones que mejor se adaptan a su trinomio rentabilidad, riesgo e impacto, también tenemos un deber fiduciario con las empresas a las que miramos bajo el prisma de la sostenibilidad.
Las empresas dependen del favor que se ganan por parte de los inversores para obtener financiación y capital para poder financiar sus actividades y poder así crecer: basar nuestras decisiones en un rating subjetivo y no unificado puede hacer que estemos juzgando a las empresas bajo un prisma que sea de todo menos sostenible.
En definitiva, estamos ante uno de los momentos de mayor cambio de la industria financiera y, al igual que desde que Marckovitz introdujo el concepto de rentabilidad asociado al riesgo asociado a la inversión, no pensamos en un concepto sin asociar el otro, en unos años no hablaremos de rentabilidad – riesgo sin considerar el impacto positivo o negativo generado.
Y esto no puede ser un juego de suma cero: los inversores hemos alzado la voz demandando una mejor manera de hacer las cosas sin cortoplacismos, tan presente hoy. A cambio de esta demanda, nosotros hemos de ofrecer una inversión más paciente, para que no se entre en el círculo vicioso de tomar medidas dudosamente positivas para la sociedad y el medio ambiente a corto plazo a cambio de otorgarnos unas rentabilidades que sea pan para hoy y hambre para mañana. Sólo así esta demanda de inversión sostenible vendrá acompañada de resultados económicos, pero también sociales, ambientales y políticos positivos para la sociedad en su conjunto.
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